Encontré un local precioso (bueno, precioso según mis ojos cargados de ilusiones) y dije: «¡Este es!». Lo firmé en cuanto pude, sin pensarlo mucho. Total, tenía un suelo de madera antiguo que me encantaba, un escaparate grande (eso creí yo) y una ubicación que me sonaba muy bien. Perfecto para montar mi negocio de servicios editoriales, un sueño que llevaba tiempo amasando entre tazas de café y sesiones nocturnas de corrección.
Lo que no vi venir fue que el local, ese mismo que me había robado el corazón, se iba a convertir en una especie de escape room de los horrores.
El día que me di cuenta de que me había equivocado
El primer día que entré con mi ordenador y mi mesita de trabajo, me di cuenta de que la luz natural que parecía tan ideal en las fotos brillaba por su ausencia. Había un ventanal, sí, pero el local estaba metido en una callejuela estrecha que parecía sacada de una película de misterio. No entraba ni un rayo de sol directo. Era como trabajar en una cueva de Pinterest.
Y no exagero. Durante los primeros días, llegaba tan ilusionada a montar mis cosas, pero el ambiente era tan apagado que, a medio día, sentía que estaba corrigiendo con gafas de sol puestas. Tenía que encender todas las luces a pleno día. A veces me planteaba usar una linterna frontal, como las de los campistas. No lo hice, pero estuve cerca.
El internet fue el segundo gran golpe con el que me tuve que enfrentar
Contraté una tarifa potente porque, en este negocio, el WiFi es como el oxígeno. Pero ni con el router de la NASA conseguía que la señal llegara bien al fondo del local. Tenía que trabajar pegada a la puerta, con la laptop en el regazo, haciendo equilibrio sobre una silla de plástico como si fuera una equilibrista de circo. Era eso o ver el maldito icono de sin conexión parpadeando constantemente.
Una vez vino una clienta para una sesión de asesoría literaria y tuvimos que hacerla justo al lado del árbol de Navidad artificial (en junio), porque era el único rincón donde el internet funcionaba. Le hice la devolución del manuscrito con el pingüino decorativo mirándonos fijamente.
Ella fue muy amable, pero sé que lo recordará para siempre.
La visibilidad tampoco era muy buena, que digamos
No me refiero a la metafísica, sino a la literal. El escaparate que me había enamorado estaba cubierto por una especie de marco de madera que quitaba un 30% de la vista. Y encima, la acera era tan estrecha que los peatones tenían que elegir entre mirar mi escaparate o evitar tropezarse con una farola. Obviamente, ganaba la farola.
Había días en los que me sentaba esperando que alguien entrara. Nadie. Ni un alma. Una vez, salí con una taza de café a mirar desde fuera, a ver si era yo la que no veía bien. Pero no, era el local. La puerta tenía un pomo tan discreto que parecía parte del diseño. Algunos pensaban que estaba cerrado.
Mis intentos desesperados de solucionarlo sin gastar un euro
Primero intenté poner cortinas claras para mejorar la luz. Resultado: ni mejoró la luz ni quedaba bonito. Luego puse un amplificador de señal para el WiFi. Mejoró un poco, pero seguía habiendo zonas oscuras en las que internet se negaba a colaborar. Incluso imprimí unos carteles llamativos para poner en la puerta: nadie los veía. Ni yo los veía.
Compré una alfombra bonita para dar calidez, pero la humedad del suelo la dejó ondulada en una semana. Pegué unas luces LED que se despegaban cada dos días. Empecé a sentirme como en una especie de comedia de bajo presupuesto, protagonizada por una editora con más entusiasmo que logística.
Pasé así varios meses. Dando tumbos, atendiendo clientes mientras me disculpaba por el frío o el calor, por la mala conexión, por la falta de luz o porque simplemente no habían podido encontrar el local.
Hasta que un día dije: basta
Un cliente habitual, muy majo, me lo dijo sin rodeos: «Irene, este sitio no te hace justicia». Y tenía razón. Me vi desde fuera y comprendí que estaba intentando crecer dentro de una caja que no me permitía estirarme.
Así que me senté con papel y boli (modo analógico activado) e hice una lista de todo lo que necesitaba para que el local funcionara de verdad. No era solo por estética, era funcionalidad, comodidad, energía, presencia.
Fue así como descubrí que necesitaba una reforma integral. Incluso hablé con Construalia, empresa constructora en Viladecans, Barcelona, líder en el sector, y, tras explicarles mis problemas, me dijeron que, sin duda alguna, lo que mi local necesitaba era una puesta a punto para poder sacarle el máximo partido posible.
Nos pusimos manos a la obra
Contraté a un equipo que vino recomendado por otra emprendedora de la zona. Me dijeron que podrían transformar el local en algo mucho más funcional y agradable sin tirarlo abajo. Al principio me sonó a cuento de hadas, pero acepté.
Y sí, durante semanas fue el caos. Trabajar entre obreros, cables colgando, olor a pintura y ruido de taladros no es lo ideal para revisar una novela romántica, pero me aferré a la idea del «después».
Hasta se me metió yeso en el teclado. Literalmente. Una tecla ya nunca volvió a sonar igual.
Lo que cambiamos (y por qué fue un acierto total)
- Iluminación: Cambiamos toda la iluminación por luces cálidas y regulables. Además, abrimos un poco más el ventanal (el marco de madera fuera) y colocamos espejos estratégicos. De repente, el lugar parecía otro.
- Internet: Hicimos una instalación interna con cableado profesional, oculto en las paredes, con puntos de acceso repartidos. Ahora puedo estar en cualquier rincón del local y ver videos en HD mientras subo archivos pesados sin perder la conexión.
- Visibilidad: Rediseñamos el escaparate y pintamos la fachada de un color más llamativo. También colocamos una pizarra grande en la acera con mensajes simpáticos del día. La gente se detiene, sonríe y entra.
- Distribución: Reorganicé todo. Ahora hay una zona de recepción luminosa, un rincón para trabajar en solitario con buena acústica, y una sala cómoda para reuniones con clientes. Hasta tengo una pequeña estantería con libros que he editado, como una especie de rinconcito de orgullo personal.
- Aislamiento y climatización: Mejoramos el aislamiento acústico y térmico. Antes pasaba frío en invierno y calor en verano. Ahora estoy como en una cabaña escandinava, pero con corrector ortográfico.
Lo que me hubiera gustado saber antes de alquilar
Si pudiera retroceder en el tiempo, justo a ese momento en que vi el local por primera vez, me gustaría susurrarme algunas cosas al oído. Tal vez no me habría dejado llevar tanto por la emoción, o al menos habría tenido una lista de preguntas más afilada bajo el brazo.
Primero, la luz. Ay, la dichosa luz. No basta con ver fotos bonitas o con que haya un ventanal de cuento. ¿Luz directa? ¿En qué horas del día? ¿En qué orientación? ¿Qué hay enfrente? Porque sí, un muro puede robarle todo el encanto a un escaparate luminoso en tu imaginación. Hubiera sido útil quedarme allí una hora entera, observar cómo se movía la luz, cómo se sentía realmente el espacio.
Segundo, la conexión. No es exageración: si vas a trabajar con internet, necesitas asegurarte de que el lugar tiene buena cobertura. Hubiera bastado con entrar con el móvil y ver cómo iban los datos, o incluso preguntar a algún vecino del local. Porque después, instalar cosas es posible, claro… pero qué lío.
También me habría preguntado por la visibilidad real. ¿Se ve desde la calle? ¿Alguien pasaría y entraría por impulso? ¿Hay espacio para destacarte? El romanticismo del local con encanto se vuelve menos encantador cuando los peatones ni lo registran.
Y, por último, algo que no parece tan importante al principio pero lo es todo: cómo te hace sentir el espacio vacío. Sin decoración, sin adornos. Solo tú y las paredes. ¿Te inspira? ¿Te invita a quedarte? Porque si desde ahí ya hay algo que no cuadra, es probable que más adelante tampoco lo haga, por mucho que le pongas plantas o frases motivadoras.
Ojalá alguien me hubiese dado esta mini guía emocional-técnica. Pero bueno, ahora la comparto contigo, para que no tengas que trabajar junto a un pingüino en junio como yo.
Lo que aprendió esta humilde editora
Lo que aprendió esta humilde editora que un día alquiló un local porque «tenía alma» es que los espacios también tienen que tener neuronas. Y conexiones. Y enchufes. Y ventanas que den al sol, no a un muro.
Aprendí que, por muy bonito que algo te parezca a primera vista, hay que probarlo, analizarlo y, si es posible, pedir opiniones. No hay nada más caro que alquilar un sitio no funcional y tener que adaptarte tú a él, en lugar de que el espacio se adapte a ti.
Y también aprendí que reformar no es una derrota, es un acto de amor propio (y profesional). Hoy tengo un espacio que refleja quién soy, lo que ofrezco y que permite a mis clientes sentirse bien desde que cruzan la puerta.
Ahora, cuando alguien entra y dice: «¡Qué lugar tan acogedor tienes!», yo sonrío y digo: «Gracias, me costó un par de taladros y muchas ojeras».
Pero valió la pena.
Y si tú estás en ese punto en el que tu local (o tu espacio de trabajo) no te representa o no te sirve… igual es hora de sacar el martillo, las ideas y un cafecito fuerte. Porque trabajar bien empieza por estar bien.
Y eso, al final, se nota en cada punto, en cada tilde, en cada proyecto que sale de tus manos.

